lunes, 1 de septiembre de 2008

Por pensar tengo un millón de cicatrices

Este verano varias personas de mi alrededor lo han pasado mal.  Ingresos, hospitales, sentimientos... muchos y variados motivos han suscitado las situaciones.  Pero la realidad, es que no soporto ver sufrir a según que personas.
Además, intento ayudar, pero la mayoría de las veces no sé que decir ni que hacer para ayudar a los que más me importan.  Supongo que os pasará a muchos, pero cuánto más quiero a alguién más difícil me es decir las cosas que siento.   Tampoco soy quien para presionar, porque cuando a mí me pasa algo durillo o me siento una mierda o tengo una de esas crisis que a todos nos atacan, prefiero desaparecer unos días que llamar a algún amigo.
Y estos días, bueno, más bien hoy, he vuelto a pensar en los trenes que a lo largo de este año he dejado pasar.  Han sido dos.  Uno al comienzo y otro este verano.  No nos damos cuenta de lo que tenemos hasta que lo perdemos.  Lo que cada día tengo más claro es que está vida es para
 disfrutarla, porque son cuatro míseros días.
Es tan fácil decir las palabras, escribirlas, o soltarlas, pero tan difícil actuar.  Pero eso sí, el único objetivo, el final, y el que a todos nos une, es buscar la felicidad.  Es complicado, raro de conseguir, pero más sencillo de lo que nos creemos.
Por el camino, seguro, nos sentiremos solos, creeremos que en la vida no hay nadie capaz de pasar más de tres meses a nuestro lado, que la vida nos odia, que algún tuerto intenta jodernos el camino, que no hay una dirección que nos indique por donde debemos ir, que las palabras se agazapan en nuestras mentes y nunca salen por la boca, que el frío se cuela en invierno por nuestros huesos solitarios, y que en verano tenemos miedo a bajar a la playa sin nadie a quien abrazar.   Tenemos miedo a que el café de la mañana siempre sea con nosotros mismos, que el libro que nos hace llorar nunca tengamos con quien comentar, que no podamos reír con alguién viendo esa película, que no podamos comprar ese jersey que nos recuerda tanto a él, que no haya bancos para compartir, ni paseos para charlar, ni puentes imaginarios que tender al otro.  Pero lo cierto, es que si giras la cabeza, si por un momento dejas de mirar tu ombligo, si te paras y haces que tu mirada miré en la misma dirección que tu cerebro, que tu corazón y que tu garganta, comprenderás que el camino de la felicidad está ahí fuera, y que hay que intentar recorrerlo.  ¿El obstáculo?  Muchas veces, nosotros mismos.

No hay comentarios: