Los 31 siempre marcaban finales. Y a veces, comienzos.
Las botellas de champán se descorchaban para despedir un 2009 que a ella le había traído la paz. Pero las noches esconden siempre resquicios de dudas, de quizás, de por qués... y se había perdido otra vez. Ella lo achacaba al vestido de lentejuelas y a las medias que se le caían continuamente. No hubo chistes inventados. Ni hubo brindis al sol. Había abrazos. Y canciones con final feliz. Y en lugar de que a las doce campanadas una carroza la recogiera en casa, dejo los tacones tirados en el bar y se subió a la bici. Pedalear con el aire en la cara, a las ocho de la mañana, en minifalda, no tiene precio. Y sino, que le pregunten al conductor del autobús que sonrío al verla pasar.
Y no sabía porque no había sido una más aquella noche. Porque todo el mundo vino a contarle alguna historia que en un día uno de enero carecía de importancia para ella. Porque algunos sacaron su peor disfraz para la primera noche del año. Quizás los sueños se les habían quedado pequeños, o quizás no sonrieron con las campanadas de Telecinco, o se atragantaron con las uvas.
Ella, la Rebe, las cambio por doce almendras. Hacía años que había retado al destino. Antes había algo rojo, un anillo en el champán, velas, clavo, incienso, deseos... ahora no había nada. Todo lo que tenga que venir, vendrá, bueno o malo, vendrá. Ella decidió tentar al destino una vez más. Sin recetas, sin deseos, sin tradiciones. Sonriendo. Y riendo. Sobre todo para sus adentros. Porque pese a las nieblas, a los océanos, a que no estuvieras, a que no quiera que estés, a que estés pero no estés, a que me acuerde, a que me olvide, a que me engañes... siempre, quedará La Rebe in the city.
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