Y a la Rebe, se le heló el corazón. Fue una noche. Y ahí sigue. Congelado. Un corazón en cuyas venas corre sin parar el calimocho. El vino tinto, puede dejar surcos, como los que deja la sangre cuando sale de las heridas, o como deja el agua que cae por el cristal de la ventana.
Los días no han acompañado. El cierzo sopla fuerte y se lleva los recuerdos, y también trae otros. Otros lejanos. Y el viento remueve las sombras. Y lo que creíamos pasado, olvidado, vuelve a colarse en nuestra garganta. Y por eso nos quedamos afónicos.
Son recuerdos buenos. Pero el corazón helado no los puede controlar. El corazón helado es como la placa de hielo a la que le cae encima un chorro de agua caliente. Cualquier cosa deja marca. Cualquier olor, cualquier beso, cualquier caricia. Las cosas que nos recuerdan a los que quisimos. A los que creíamos haber olvidado. A los que se van y vienen, y aparecen y reaparecen. A los que echas de menos y a los que echas de más. A los que dejaste de querer pero aparecen cuando ya es tarde. A los que quieres y desaparecen.
El corazón helado sigue ahí. Late despacio. Y a días con fuerza. Y sabe que le hace daño. Y sabe que hay cosas que duelen más. Pero hay otras que escuecen, otras que hacen estremecer, y otras que ayudan a cicatrizar.
Y no hay mejor que medicina que la risa. La sonrisa. El aire fresco en la cara, que hace que el corazón a veces se vuelva más duro. El no querer que el viento haga que seas como los demás. El no querer ser uno más de la cadena. El no dejarse doblegar, amedrentar, y seguir creciendo. Seguir creciendo. Crecer. Ir hacia delante. Vivir. Soñar.
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