jueves, 22 de septiembre de 2011

No entendía nada.
Las hojas no se marchitaban, pero se caían del árbol. El sol brillaba con fuerza aunque fuera otoño. Los corazones sudaban por las altas temperaturas y de noche temblaban con más fuerza que nunca.
No entendía nada.
Y su corazón débil se entregaba con fiereza para recibir después golpes inacabados.
No había estrellas en el cielo, nadie alrededor, y el vacío giraba como una gran noria.
Quería gritar y no le salían más que susurros.
No entendía nada.
Y necesitaba cada vez más, que alguien la sujetara por el brazo y le dijera que nada malo pasaría. Que todo saldría bien. Lo repetía en voz alta como si fuese un cuento cada vez que se despertaba en plena noche.
No entendía nada.
Todo en lo que había creído se caía como unos naipes usados por el tiempo. Todos en los que creía se acababan rindiendo, desaparecían o huían. Y aquello que le daba miedo se colocaba en su garganta.
No entendía nada.
Todo el tiempo invertido se diluía como la pintura contra la pared. Los desconocidos la paraban por la calle, y no conocía a nadie en las fotografías de la pared. Sin presente. Sin pasado. Sin futuro. Y con un montón de recuerdos que hablan de ti.
No entendía nada.
No se creía mejor que nadie, o mejor que ella. Pero tampoco peor. Y no entendía que no la hubieses querido, que la hubieses engañado, que la utilizarás y que la engañarás. No entendía nada. Y tampoco sabía si lo quería entender.

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