domingo, 30 de enero de 2011

Corazón Rocoso (I)

Abrió su corazón y sacó la piedra. Ardía. Nunca le había pasado nada parecido. Desde que su corazón, tal y cómo lo conocemos, había dejado de funcionar, en su interior tenía un trozo de roca. Normalmente, estaba fría, a veces húmeda, pero nunca había estado caliente.
Se la solía quitar para evitar dolores. Mal de amores. Angustias. Porque no es muy recomendable para la salud ir con una piedra por ahí dentro. Se había hecho añicos su corazón real y le habían recomendado esta solución. La noche en que lo introdujo fue la más dolorosa.
Nervios. Escalofríos. Dolor. Miedo.
Después las noches y los días se fueron sucediendo. Sin alteraciones. De vez en cuando, olvidaba la piedra dentro del corazón, y esto le producía alguna que otra sorpresa. Con la piedra pensaba que nada le podía hacer daño. Pero era mentira.
Aún con un corazón de piedra, había sufrido. Había querido. Había odiado. Había amado. Había olvidado y como no, había recordado. Con un corazón de piedra pensaba que no podría soñar, pero soñaba, y estaba casi convencida de que si se lo proponía podría incluso volar.
Sin embargo, con un corazón de piedra, no había podido correr tras él. No había podido decirle que lo quería. Por eso, cuando los días de niebla, el corazón rocoso se humedecía más que de costumbre, ella sacaba la piedra. La secaba con una toalla de seda y la colocaba junto a la estufa. Esos días preparaba un colacao. Se echaba la manta encima y veía alguna película que la hiciera llorar. Para recordar que todavía tenía lágrimas, para recordar que aún seguía viva. Sólo derramaba tres. Cada una de ellas era un sentimiento que se iba y dos sueños rotos. Por eso lloraba pocas veces. No quería despilfarrar sentimientos. No había tiendas donde comprarlos.
Otros días sin embargo, se encerraba en la habitación. Leía algún libro o escribía poesías que nunca nadie leería. Y la piedra, dentro del corazón, encontraba un poco de paz.
A veces soñaba que la piedra se convertía en un globo que escapa volando por encima de los árboles. Esas noches, la piedra, colocada en la mesilla, temblaba.
De repente, una noche, el mundo se tambaleó. Olvido la piedra en el lugar de su corazón, y tras haber tomado unas copas de más, haber reído y bailado como una loca, se metió en la cama. Al rato, la piedra comenzó a abrasarle el pecho, y sintió que un gran abismo se había abierto. Un vacío entre ambos. Sintió que la piedra se hacía añicos de nuevo. Y que para su enfermedad y sus miedos, no había ninguna medicina. Sintió que el final estaba llegando.

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