viernes, 14 de octubre de 2011

Había estado tan pérdida que ahora se sentía tan cansada como si miles de olas la hubiesen golpeado contra las rocas.
Pero una noche las dudas se esfumaron. La luna debía de brillas más que nunca. Y volvió a quererse.
Por eso, aquella mañana, salió a la calle. Pisoteó sus miedos y las debilidades que la acechaban. En la calle el sol golpeaba con fuerza. La calle olía a flores. Y su corazón, rocoso, dejó de pesarle en el pecho.
Ya no le daba miedo que no la quisieras. Porque no sabía siquiera lo que quería.
Pensaba que debía beber más agua, porque así, quizás déjase de sentirse como un pez fuera del agua.
También pensaba que si deseaba algo con todas sus fuerzas, sucedía. Pero veía nacer en alguién a quién quería con locura la felicidad y olvidaba sus planes. Ella no tenía la culpa de ser un alma inquieta que caminaba sin saber muy bien donde iba a ir a parar. Pero cuándo más perdida estaba, se encontró una noche a aquellos que la querían y sintió que todo, incluso el mundo bajo sus pies, dejaba de temblar.

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