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lunes, 4 de julio de 2011
Aquella mañana amanecieron en la ciudad con cerca de cuarenta grados. El sol había enloquecido y andaba dando rienda suelta al calor del verano. Ella, salió de casa envuelta en una bufanda, con botas de invierno y en camison de franela. Su corazón no le había dejado pegar ojo en toda la noche. Cuando dormía soñaba cosas que luego vivía y no vivía, y a veces vivía cosas que luego soñaba o no soñaba. Todo andaba revuelto. Ella estaba feliz pero no podía serlo si el resto no lo eran. Y no lo eran. Porque a ella le pesaba un corazón que en días iba a estar vacío, y él andaba dando pasos que no o sí tenían sentido. Y a los dos les gritaría, a mí también me tiembla el corazón, aunque sea de roca. También les diría que a ella le azotaban las tardes, la lluvia, los truenos y los sueños. Pero su voz se apagaba y pesaba. Una vez más, iba a envolver en seda el corazón y a echarse a la calle. Tal vez si los sujetaba a ellos, ella tampoco se caería.
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